El patio de mi casa siempre fue dueño de una vitalidad propia de las mamás de antes. Parra de uva chinche, helechos por doquier, alegrías del hogar, geranios, begonias, algún que otro cactus, calas (que se regaban, juro, con el agua jabonosa de los lavarropas de antes), macetas de cemento, barro y de cualquier cosa que podría servir para que un gajo "prenda". Ahora, con el correr de los años y el recambio histórico, ha quedado bastante despoblado. Pero "todo verdor renacerá" me he propuesto. Además, otra actividad que pueda compartir con los niños. ¿Me creen?
Partí al vivero sola. Tierra y plantines. Macetas hay. Fui sola ... porque... bueno, para evitar las peleas del vamos.
Primer round. ¿Cuándo vamos a plantar las flores? Yo quiero que la mía sea una rosa. Si no es rosa desde bebé, no será rosa después, hija. Son alegrías del hogar.
Segundo round. Esta es mía. Dice él. No, es mía, le replican. Son todas mías, separo.
Tercer round. Vamos al patio, vos agarrá la pala y remové la tierra. No, yo quiero la pala. Había dos, por suerte! Pero yo quiero la azul. Yo también.
Cuarto round. Una lombriz, que asco. ¡Guácala! Yo: dejen la lombriz, es bueno para las plantas. Pero es fea, me dice ella.
Quinto round. Luego de lograr dividir en partes iguales los plantines, no logro convencerlos de la elección de las macetas. Ni de la ubicación. Debate no televisado.
Sexto round. Se declaró la guerra del barro. Antes de que empeore, propongo: regamos y listo.
Séptimo round. Ya estoy arrepentida de mi amor por la naturaleza, de proponer actividades distintas y de involucrarlos en esta clase de emprendimientos.
Octavo round. Mi seño dice que hay que hablarles a las plantas, me dice. ¿Y no te dijo que no hay que pelear cuando están enfrente?
No llegamos al noveno round, mientras se bañaron juntos en plena armonía y carcajadas, pude cocinar rico y a punto.
Entonces, obviamente, no me arrepentí de nada.