
A mí me da felicidad. Preparar, decorar, coser, tejer. Hacer algo con estas manos torpes que se llevan tan mal con el costado derecho del cerebro.
En vez de coser, pegaba, cintas, volados, cortinitas, percheros. Mi marido me hizo recontrajurar que no llevaríamos el dichoso bolso a la clínica pleno de osos y puntillas, que fuera discreta. Es cierto, compré uno color azul que nos dio más utilidad que otro que seguro terminaría al fondo de un canasto.
Pero, oh, un día, una siesta lluviosa, se me dio por la muñequería. Feliz, con la bebé al lado en la cochecito le expliqué: mamá te hará una muñequita para toooooda la vida. Será tu amiga.
Corté una remera blanca para la piel, cosí primero a pequeñas e imperceptibles puntadas y luego enormes y espaciadas. La rellené con algodón pero nunca pude sostenerle el cuello. La vestí, obvio, destrozando un lindo vestido liberty muuuy diminuto de mis épocas de mini y botas. Le hice un pelo de lana matizado una boca de cereza y unos ojos bizcos. Ella la agarró y en un minuto le puso Naná.
La Naná acá y allá, aunque no era tan linda, la quería. Yo también adoro cosas que no son lindas. En mi familia las mujeres somos así: cuando elegí a la Blackie, mi sobrina me dijo elegite la más fierita y la queramos a morir.
El hombre de la casa, si andaba bajoneado, buscaba a Naná y se tentaba. Hasta que un día, la pobre muñeca de trapo fue a parar debajo del colchón de la cuna para levantar la cabecera. O sea, cumplió función de almohadón para que la niña tuviera mejor flujo respiratorio. Y no la vio por un buen tiempo. Cuando desarmamos la cuna, la Naná volvió a nacer y ella creyó (porque es lo que recuerda) que había nacido ahí, de abajo de un colchón.
Ahora, entre las idas y venidas de los juguetes, los bolsos donados, el proyecto persiste en un hermoso canasto de ratán y con frecuencia acompaña el sueño de ella.
La Naná, mi creación, mi verguenza por momentos, cumplió su cometido, al fin y al cabo. Y para que se rían un rato, se las muestro y todo.