Sí, una historia de amor con final feliz o una de desamor para llorar sería lo más adecuado para hoy.
Mejor les cuento lo que me sale que seguramente no la comprará Suar para su novela ni la interpretará Celeste Cid.
Esta historia necesita un cuerpo bien tano, caderas anchas, ojos oscuros, pechos generosos. Como en los 50, sin ahorro de carne pero con buena cintura.
El amor rondaba una esquina de Alta Córdoba. Desde pequeños, él llevaba su yegua a beber de la canilla pública. La yegua arrastraba un carro de sodero todos los días y él arrastraba el animal para echarle una mirada a ella, a la tana morocha de raíces criollas también.
La adolescencia los encontró dando vueltas a la plaza Rivadavia a lo zonzo, nomás. Eso diríamos hoy entre tanto flogger y emo dando vueltas en la misma plaza, a lo zonzo también.
Vestidos estampados ajustados en la cintura, tacones anchos y apenas altos, maquillaje suave y obvio, la croquiñón, rulos o permanente. Primas (nunca sola, nena, sola no) risas y chismes.
Y él, faso en mano, "cantor de calesita", tangos y milongas a rabiar: Gira, gira... la calesita... Como para caerse muerta allí mismo de la emoción y la calentura. Imposible no reparar en esos ojos casi verdes, en ese pasado moro siciliano, en ese porte, en el pibe que llevaba, cuando era pequeño, la yegua a empacharse de agua a la esquina.
Pasadita va, pasadita viene, llegaron las primeras visitas. Hermanos siempre en el medio impedían arranques pasionales. Autocontrol, yo puedo, yo puedo ommmmmmm.
Había que tener la casita, el trabajo, luego la familia. El amor ya estaba. El amor y la banda de sonido con un valsecito criollo tocado en el piano por las primas.
Hubo compromiso, hubo casamiento y vinieron los hijos. Dos varoncitos y listo. Estamos bien así. Como Dios manda.
Pero en la atmósfera había alguien que no había bajado y causado el desbarajuste cuando los tórtolos pasaron los 40. Ese alguien era yo. ¿Quién iba a contar algo de su historia de amor sino? Mimada, amada y malcriada. Escribiente, apasionada y complicada. Los genes hicieron lo suyo en la descendencia femenina. Pero me creo esta historia de amor. Siempre se las creí, aún cuando ya viejos, tomaban mates bajo la parra y se cagaban de risa. Cuando mi vieja le hacía de acompañante en el taxi o él la miraba y le brillaban los ojos al entregarle el paquete de mazas de la Dalmacia los domingos. O cuando vinieron los nietos y nuestra esquina se llenó de orgullo como pasa en todas las esquinas donde habitan los "nonos" de este barrio.
La Ñata y el Pibe tienen su angelito culón en el extremo del portarretratos apuntándole al amor que se tuvieron. Y me tienen aquí, escribiéndoles hoy, luego de una noche mientras velaba el sueño agitado de mi pequeña.
Nos tienen a nosotros para recordarlos también, sus hijos, los nietos que conocieron y el espejo. Porque el reflejo no miente, los tres heredamos algo de esa mixtura tan criolla como tana y andamos por allí, repartiéndola.